Ahí está mi abuelo Popi. Alto, buen deportista, pelado, ojos muy azules y nariz deforme por un cachiporrazo que recibió en una manifestación universitaria contra el primer gobierno peronista. Supongo que la debe llevar con orgullo porque en cualquier conversación no tarda en colar a Perón y criticarlo. Tuvo mujer, cinco hijos, varios nietos, pero siempre prefirió andar por la vida solo. En mi infancia, a la hora de la siesta, en el campo, agarró una madera de golf suya y me dijo que lo siguiera. Fuimos al galpón. Metió la madera en una máquina y cortó la vara de acero por la mitad. Después, lijó el borde cortado y le puso un grip. Fue la primera y última vez que me hicieron un juguete. A través del golf construimos nuestra relación. Me enseñó a jugarlo. Por momentos, sus consejos para lograr un buen swing eran contradictorios, lo que antes era fundamental ahora debía corregirse. Fue un gran jugador, tenía garra, ganamos muchos torneos juntos pero nunca festejaba. Conocí distintas canchas con él. Me pasaba a buscar en auto y en el viaje hablábamos un rato de fútbol y de historia y siempre terminaba amasando a Perón. En uno de esos viajes, para cambiar de tema, le comenté de casualidad que había visto Casablanca. Entonces me dijo que a él gustaba mucho esa película, en especial la escena final y se puso a llorar. Hasta ese día, Popi era un robot solitario y antiperonista. Tiempo después, en otro viaje en auto, quise ver si las emociones seguían ahí y le dije lo mismo, que había visto Casablanca. También se puso a llorar. Hace un año, en una quinta, una perrita en celo le pasó entre las piernas. Escapaba de un gran danés macho, que embistió a Popi y lo tiró al piso. Se rompió la cadera. Cuando lo voy a visitar despotrica un rato contra el gobierno. A veces me pasa el bastón, me dice que haga un swing, me lo corrige y así seguimos en el círculo que se inició en esa siesta en la que me armó un juguete con un palo suyo.

(Marcos
Argentina, 1940s)