Repetí el ritual dominguero de revolver fotos viejas en mercados de pulgas porteños. Mujeres/niños, mujeres con sombreros, familias, carros, mascotas, militares… las etiquetas para categorizar fotos sueltas son siempre muy similares. Pensé en revolver algunos cajones y ver qué aparecía.
Hace unos años leí La mujer y la fotografía. Una imagen espejada de autoconstrucción y construcción de la historia, un libro fantástico de Alejandra Niedermaier que relata la forma en que las mujeres se convirtieron en protagonistas y narradoras de su propio destino. Con esa costumbre que tengo de olvidarme de lo que leo, decidí empezarlo otra vez.
En 1871 el Código Civil Argentino determinaba que a la mujer le estaba vedado contratar, adquirir o enajenar bienes, ejercer públicamente alguna profesión o industria sin autorización del marido. Las mujeres fotógrafas, entonces, acompañaban a sus maridos, padres o hermanos en la tarea. Fue con el paso de los años que los códigos civiles de los países latinoamericanos fueron reconociendo las capacidades intelectuales y el rol activo que tenían las mujeres en la sociedad. Y sus profesiones, que antes eran disfrazadas por “amas de casas” comenzaron a ser reconocidas en los censos.
A partir de 1888, con el lanzamiento de las cámaras portátiles, irrumpieron los aficionados. La publicidad de estas cámaras también se orientó a las mujeres, quienes desde ese momento fueron las encargadas de atesorar la memoria familiar. Kodak, genial como siempre, publicaba publicidades para captar este nuevo fenómeno.
Las madres y abuelas llevaban adelante la tarea artesanal de elegir qué imágenes guardar, cortar, recortar, censurar y conservar. Pasó el tiempo y los rollos de película se esparcieron por el mundo. Y entonces, “el sexo delicado” pasó a tomar casi dos tercios de todas las fotografías y encargaba la mayoría de las impresiones. Las mujeres narraban el paso del tiempo y construían la historia familiar.
Una de las últimas Navidades recibí un álbum familiar confeccionado cuidadosamente por mi madre. Escrito con puño y letra, fotos pegadas y, al final, algunas poesías, entre las que se encontraban –infaltables- las palabras de Martín Fierro: “Los hermanos sean unidos porque ésa es la ley primera”. Y esos versos son, en verdad, palabras de mi madre. Y pienso en las fotos viejas que compro de a dos, de a tres o de a cuatro en mis paseos. Fotos que estuvieron pegadas en algún álbum familiar, que alguna vez contaron algo de alguien que ya no tiene quién le cuente su historia.
Y hoy me acuerdo de ella:
Madre, madre,
vuelve a erigir la casa y bordemos la historia.
Vuelve a contar mi vida.
(Olga Orozco, Les jeux sont faits)
escribe tu comentario